RaVerdial o el Sermón al Raver
Niño de Elche presentó RaVerdial en el pasado Sónar de Día junto a Los Voluble, un dúo DJ/VJ de animación sonora con más de 15 años de trayectoria underground, su inseparable guitarrista Raúl Cantizano y el enorme Pablo Peña de Pony Bravo y Fiera!.
RaVerdial es un choque que mixtura lo audiovisual, lo flamenco y la música electrónica de baile. Una mezcla de rave (con toda la carga política y social de los orígenes de las fiestas underground) y verdiales (el palo flamenco más antiguo e indisociable de la fiesta), RaVerdial surge de los trabajos de experimentación sonora y audiovisual que Los Voluble y Niño de Elche han puesto en marcha a través de diversos encuentros como DEF-DiálogosElectroFlamencos o ‘Cartuja a rás’.
En el vídeo de la actuación -el que acompaña este texto- podrás ver la participación indirecta de Ignacio Jiménez, cura pregonero de la Semana Santa sevillana en 2006 o escuchar partes de un texto, Sermón al Raver, que se autoeditó originalmente en 1999, en las Tésis sobre el Partido Imaginario, en el primer número de la revista francesa de filosofía crítica Tiqqun (Órgano consciente del Partido Imaginario. Ejercicios Metafísicos Críticos.). Tiqqun es un concepto filosófico que proviene del hebreo, Tikkun Olam que significa reparar el mundo.
Aquí os dejamos el texto integro…
Sermón al Raver
¡Suficiente de convulsiones!
El mediodía se anuncia, y la marea alta de la embriaguez química empieza poco a poco a retirarse. Ésta sólo nos ha dado una mayor acuidad en la percepción de la sequedad de las cosas. Toda esa conmoción sonora que hace estallar los nervios unos contra otros, todo ese torrente de rayos electrónicos que agrietan el tiempo y rayan el espacio, todas esas prodigiosas borrascas calóricas que ha liberado el agite de nuestros cuerpos, todo esto ha vuelto a su nada, ahora que el sol brilla y que nuevamente nos asedia la implacable, tranquila y triunfante prosa del mundo.
Toda esa agitación ha sido incapaz de conjurarla por más de un solo día, y no ha tenido otra función que cubrir por algunas horas la inmensurable extensión de nuestra afasía, y de nuestra ineptitud para la comunidad. Una vez más, resurgimos solos, desesperados y hechos pedazos de este pandemonio de desfile. Pero sobre todo, resurgimos sordos de él. Pues son nuestras facultades auditivas las que en cada ocasión se van un poco; y está bien así, para aquellos que no quieren escuchar nada.
El cataclismo de los decibelios, como el recurso a las drogas, sólo sirve para erosionar, entumecer, aletargar y devastar metódicamente todos los órganos de la percepción, para arrancarles toda la carne de la sensibilidad por medio de exfoliaciones sucesivas, para mitridatizarlos contra un mundo hecho de venenos. Y especialmente en lo que respecta a los sonidos esto es urgente, porque, si hacemos caso a Sade, “las sensaciones comunicadas por el órgano del oído son las más vivas”. Así, apenas salidos de la adolescencia, algunos de entre nosotros serán afectados poracúfenos, esos zumbidos estridentes en la oreja producidos por la oreja misma, que la hacen incapaz de escuchar el silencio, para siempre y hasta en la más lejana de las soledades. Y habrán conseguido entonces desembarazarse de la más física de las facultades metafísicas: la facultad de percibir la nada, y consecuentemente su nada. Más allá de este punto, el derrame del tiempo es sólo un proceso más o menos rápido de petrificación interior dentro de la dureza, el embrutecimiento y la muerte. Es así como llegamos incluso a disfrutar la violencia creciente que hace falta desplegar para conseguir emocionarnos un poco, y es en esto que somos absolutamente modernos, pues “el hombre moderno tiene los sentidos obtusos; está sometido a una trepidación perpetua; necesita estimulantes brutales, sonidos estridentes, bebidas infernales, emociones breves y bestiales” (Valéry). Así pues, vemos cómo esas noches están hechas a imagen de la resignación suicida de estos días: el rave es la forma más imponente de esa ociosidad de autocastigo, en la que cada persona comulga en la autodestrucción jubilosa de todos. Se comprende, a partir de aquí, que esto será unllamamiento a la deserción.
Toda la trágica verdad del raver queda resumida en esta sentencia: lo que busca, no lo encuentra, y lo que encuentra, no lo busca. Y así tiene que salpicarse el cerebro con las más lunáticas ilusiones, a fin de que nada le haga presentir el abismo que separa lo que él es de lo que él cree ser. En última instancia, cuenta con la droga para no morir por la verdad.
Lo que el raver persigue es en primer lugar un cierto romanticismo de la ilegalidad, una cierta aventura de la marginalidad. De hecho, se ha comprometido en la búsqueda desesperada de una exterioridad real a la organización total de la sociedad, de un lugar existente donde sus leyes estarían suspendidas, de un espacio donde pueda finalmente abandonarse a lo que él cree ser su libertad. Pero al igual que es esta sociedad quien dirige la necesidad de su revuelta fantoche, es esta sociedad quien proporciona, autoriza y agencia su propia exterioridad. Es aún la Ley quien decreta dónde y cuándo la Ley quedará suspendida. La interrupción del programa forma ella misma parte del programa. Esas free parties, que no son ni tan libres ni tan gratuitas, es la Prefectura quien, gratuitamente, las tolera, cuando no son los polis mismos quienes distribuyen los planes de acceso o, más agradablemente, auxilian las instalaciones del lodo, como sucedió recientemente en PH 4.
Así pues, nada, en este ilusorio espacio de libertad, escapa a la dominación, la cual ha alcanzado innegablemente un notable nivel de sofisticación. Pero esta aberración del juicio en el raver sólo sería un cómico desatino si la realidad no fuera todo lo contrario de lo que él se imagina que es, si esta aparente exterioridad no fuera en realidad el lugar más íntimo de esta sociedad, si esta marginalidad artificial no formara, en su principio y casi invisiblemente, su corazón mismo. Pues el rave es hasta la fecha la metáfora más exacta que esta sociedad haya dado de sí misma. Tanto en uno como en otra, son muchedumbres de monigotes las que se agitan hasta el agotamiento dentro de un caos estéril, respondiendo mecánicamente a las conminaciones sonoras de un puñado de operadores invisibles y tecnófilos, que ellos creen a su servicio y que no creen nada; tanto en uno como en otra, es la igualdad absoluta de los átomos sociales que nada que sea orgánico agrega, sino la irreal y estruendosa cacofonía del mundo, que es obtenida por el sometimiento de las masas al programa; es, finalmente, tanto en uno como en otra, la mercancía y su universo alucinatorio lo que garantiza centralmente que se soportará la desecación generalizada de la afectividad, pues todas las mercancías son drogas. Si, contra toda evidencia, el raver manifiesta un apego tan demente a su obcecación, es debido a que tiene que mantener a toda costa la ilusión de una hostilidad resuelta del Poder, y del ensañamiento de la represión policial. De lo contrario, se vería obligado a abrir los ojos ante la espantosa novedad de las más recientes formas de la dominación, la cual ya no se encuentra en un afuera palpable, próximo y lejano, en la figura autoritaria de un amo tiránico, sino más bien en el corazón de todos los códigos sociales, incluso en las palabras, llevada por cada uno de nuestros gestos, por cada una de nuestras reflexiones. Sin embargo, si el raver abandonara por un instante sus quimeras, tendría sin duda que reconocer la esencia revolucionaria de su búsqueda. Porque la única exterioridad auténtica a esta sociedad es la conspiración política emprendida colectivamente bajo el designio de derribar y transfigurar la totalidad del mundo social, en dirección a una libertad sustancial. Es esto precisamente lo que la dominación ha percibido confusamente, de modo que nos flanquea con total regularidad con polis vestidos de civil.
Pero el raver persigue otra cosa, y es, por su participación tanto en la organización del rave como en el rave mismo, un cierto sentimiento de la comunidad. Todo, en su vida, traiciona la búsqueda de una comunidad perfecta e inmediata en la que los egos habrían cesado de levantarse entre los hombres como obstáculos. Y esto lo busca tan ciegamente que ha terminado por confundirlo con el fanatismo infernal de una búsqueda colectiva de despersonalización, en la que el estallido artificial y molecular de la individualidad a causa de los ácidos ha tomado el lugar de la elaboración intersubjetiva, y la negación exterior del yo a causa del pisoteo sádico de músicas maquínicas, la lenta abolición por cada uno de los límites de su singularidad. De confusión en confusión, el raver, que pretendía fugarse de la falsa comunidad de la mercancía y de la separación paranoica de los egos corporales y psíquicos, no encontrará otro medio para reducir su distancia con el Otro que reducirse él mismo a nada. Así, ciertamente, no tendrá ya ningún Otro, pero tampoco tendrá ya ningún Mismo. Se tendrá en el centro de sí mismo a lo largo del paisaje lunar de su desierto interior, el cual lo apresa, lo obsesiona y lo acorrala. Si persiste en este camino de aniquilamiento que se le ha indicado con plena consciencia para desviarlo del proyecto revolucionario de producir socialmentelas condiciones de posibilidad de una comunidad auténtica, no hará más que volver aún más doloso cada destello de lucidez. Finalmente, tendrá que elegir abreviar sus sufrimientos de una u otra manera, por ejemplo mediante la ingestión regular de ketamina. El remedio, para él, no habrá resultado distinto de la enfermedad.
Y está aquí, en el fondo, el tercer objeto de su búsqueda: un cierto pathos de la autodestrucción. Pero así como lo que él destruye carece de valor, esta autodestrucción resulta ella misma insignificante. Si ésta es una forma de suicidio, entonces es irrisoria. Este acto, que fue en otro tiempo la afirmación más deslumbrante de la soberanía, ha quedado desposeído por este mundo de toda grandeza. No obstante, se le ha encontrado una función social: sirve a la dominación. Este tipo de distracciones es exactamente lo que la sociedad posindustrial exige para enterrar bajo colores deslumbrantes los signos más flagrantes de su descomposición, y es así como produce en serie el tipo de ectoplasmas descerebrados que actualmente requiere la hipnosis productiva. Tampoco sería falso ver en este ocio una forma de horas extraordinarias en las que los hombres se someten voluntariamente a los traumatismos que los hacen más resistentes al creciente endurecimiento del mundo y del trabajo. Pero a decir verdad, nosotros tampoco creemos en esta persecución desesperada y premeditada de la muerte. Cada persona, en el rave, se comporta simplemente a imagen de esta sociedad en su totalidad: se autodestruye en la más frenética inconsciencia, confiando la reparación de los desgastes a una hipotética tecnología futura, ignorando que la redención no está incluida entre las competencias de la técnica. Porque a final de cuentas, el raver es “el más despreciable de los hombres, aquel que no sabe ya despreciarse a sí mismo”, el último hombre que se asoma sobre la superficie de una tierra que se ha tornado exigua, que empequeñece todas las cosas, y cuya raza es más indestructible que la del pulgón. “Nosotros hemos inventado la felicidad”, dice él, y guiña el ojo. “Un poco de veneno de vez en cuando: eso produce sueños agradables. Y mucho veneno al final, para tener un morir agradable.” Ciertamente, continúa trabajando, pero su trabajo no es la mayoría de las veces más que una distracción. Pero procura que la distracción no debilite. “Uno ya no se hace ni pobre ni rico: ambas cosas son demasiado molestas. ¿Quién quiere aún gobernar? ¿Quién aún obedecer? Ambas cosas son demasiado molestas. ¡Ningún pastor y un solo rebaño! Todos quieren lo mismo, todos son iguales: quien tiene otros sentimientos marcha de su pleno grado a la casa de los locos. ‘En otro tiempo todo el mundo estaba loco’, dice él, y guiña el ojo.” (Nietzsche). Es prudente, de hecho, y no quiere estropearse el estómago. Hay hielo en su reír.
Por último, el raver está en busca de la Fiesta. Quiere con todas sus fuerzas escapar de la desesperante mediocridad de la cotidianidad alienante, tal como la planifica el capitalismo de organización. A su manera, está comprometido, al igual que tantos otros, en la persecución del tiempo realmente vivido, y de su desgarradora intensidad. Pero en el caos aparente de su baile sólo vemos el aburrimiento imperioso de vidas idénticas, e idénticamente inhabitadas. El tiempo del rave no es menos hueco y vacío que el resto de su tiempo, el cual siempre llena sólo imperfectamente una pasividad desencadenada y consumante. Y cuando se retuerce en él, es que la ausencia lo roe desde el interior. Pero no son fiestas, es verdad: son teufs [forma verlan de fêtes (vacaciones)]. Es decir, una multitud aditiva de seres que se reúnen en lugares donde se tendrá la bondad de hacerlos callar. En ellas, sólo hay sombras de hombres que arriban para olvidar lo que quieren olvidar, fugitivos que creen que están a salvo en los pliegues y repliegues de sus pobres sensaciones sin discurso, estériles amotinadores de la felicidad química que se comunican tontamente en su hedonismo de supermercado. Y esto es así porque la Fiesta auténtica no es otra cosa que esa revolución que contiene en sí el Drama, y la consciencia soberana de un mundo invertido. Cuando la revolución es el ser en la cumbre del ser, el rave no es sino la nada en lo más profundo de la nada. Esta negación aparente del resto de su existencia no es en realidad sino el complemento a la medida que hace soportable esa existencia al raver: la abolición quimérica del tiempo y de la consciencia, de la individualidad y del mundo. Todo esto es meramente diarrea confitada para cerdos domesticados.
Nosotros aseguramos que la energía que el rave gasta como pura pérdida debe ser perdida de otro modo, y que en este asunto lo que tratamos es el final de un mundo. Muchas cosas acaban de ser dichas. Es urgente discutirlas.
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