Literatura

El corazón candado de Córdoba

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Como un cielo marrón, María tenía los ojos estrellados con miles de brillos verdes. Miraba el agua que corre al lado del monumento a Séneca como un desheredado que deja caer su tierra entre los dedos. Se arrepentía de lo hecho, pero su integridad no le habría permitido otra cosa.

María anduvo y anduvo entre encordadas calles mientras caía el Sol más lejos de donde llega el río. Miraba el azul tunecino en los frisos de las casas bajas, tan mediterráneo. María pensaba que en Córdoba había muerto todo el mundo al menos una vez, es una tragedia de seda para quién no vive en paz, pues embrujándote te arropa, mas no cura con olvido.

Volvió el azul tunecino en las macetas de un patio allá en la judería. No paraba de recordar lo que había hecho ni por un sólo momento, no miró el patio ni disfrutó de las maderas que lo vestían, no se percató de la paz que transmite Maimónedes, ni pudo conservar para siempre en su nariz el perfume a milenios que, como si los espíritus olieran, corría por esas paredes como una inmensa planta trepadora.

Qué laberínticas calles, qué serpentina belleza, cuántos espejos cóncavos salieron entre sus ojos y qué imagen desolada repitióse tantas veces entre ellos, la de ella ante sí misma sin lugar para esconderse ante las puertas del Alcázar. La ciudad era un león ferocísimo que vino de África y derribó los puentes que la fundaron, puso sus garras de almenas y su melena de templo, sus dientes llenó de agua y su piel pintó edificios y  torres.

Salió, por fin, de la judería. Delante del monumento a los amantes se paró María. Tenía en las venas sangre que no era suya y el ángel de las pasiones entre ceja y ceja. Su corazón era un candado de diamantes. Hizo lo que tenía que hacer por amor a sí misma, al contrario que Ibn Zaydun, no tendría celebridad. No cambiaría nunca, jamás tendría por qué hacerlo y pobre del que lo intentara. Su pecho de abisal enjambre se preguntó qué hacer.

Supo la respuesta cuando escuchó un diástole sordo de su alma. Corrió por la Plaza del Triunfo, bajó a la orilla del río y arrancó de su pecho su corazón brillante y duro, vio como palpitaba y lo sostuvo por última vez antes de dejarlo caer en peso al agua. Sonó redondo cuando se abrió paso, se clavó, pesado, en el fondo del río y creó una inmensa ola que se llevó a María consigo.

La encontraron con los ojos abiertos como platos sonriendo en la orilla de Triana. Su corazón de candado de piedra preciosa se quedó en el fondo más hondo de Córdoba, pero se había quedado la llave por los siglos de los siglos.

Fernan Camacho
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