La digestión del melocotón
Pongo la tele y veo a una muchedumbre desquiciada de descamisados maltratar a un novillo más allá de lo meramente inaceptable. Los jóvenes apenas visten un pantalón deportivo. Predominan las pieles oscuras. Pelambres polvorientas, bronceados de interior, de desempleados al sol. El novillo, aturdido, lejos de su hábitat, intenta embestir alocadamente a todo lo que se mueve por las feas calles de un pueblo hostil y español. Un yonqui con ausencias dentales y un alcalde sobrealimentado airean los argumentos de la diversión y la tradición contra los tímidos reproches a tan obsceno espectáculo.
Avergonzado, cambio de canal. Hablan del hijo informe de una tonadillera y un torero. Un desocupado que parece hacer gala de su retraso. Una caterva ruidosa de periodistas de tres al cuarto dedican sonrisas de adhesión al monstruo, quizá porque eso les hace sentirse acaso un peldaño por encima en la escala evolutiva.
Hace calor. Aprieto otra tecla del mando y la tele me arroja a la cara los rizos imposibles de David Bisbal, una reedición de Manolo Escobar, una reposición del eterno gorgorito español. Como con Franco, España está enferma, pero tenemos salero para disimular con procesiones, romerías, berridos y zapatazos todo lo malo que dicen por ahí de nosotros.
Antes de apagar el televisor, necesito convencerme de que, aún en julio, algo mínimamente interesante tiene que estar ocurriendo en este país. Pero esta vez un nuevo canal me perturba con la voz nasal y reverberante de Florentino Pérez, como en el No-Do, prometiendo más fútbol, más copas y más millones. Como un pequeño césar romano vestido con dos tallas más grandes, Florentino grita incesantemente a una multitud que llena un estadio de fútbol sin fútbol algo sobre «los mejores del mundo».
Ya no hay tentación de cambiar de canal. El temor a que la digestión del melocotón que me acabo de comer se me corte con Rajoy, Montoro o Soraya Sáenz hace que apague el aparato, pero ya para siempre. De hecho, hacía mucho tiempo que no lo encendía, pero hoy me ha devuelto a la realidad. O mejor dicho, me ha hecho viajar en una máquina del tiempo, retrocediendo a épocas que pensaba no volverían jamás. En fin, que necesito unas vacaciones, pero ahora tengo miedo a morir intoxicado por aceite de colza en algún bar de carretera. Así, in situ.
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