Podría haber sucedido en cualquier sitio, porque está ocurriendo en todas partes, pero la noticia saltó hace unos días en Mataró, Barcelona. Una chica ha denunciado a los responsables de una empresa, hoy cerrada, por resultar lesionada durante el proceso de selección de personal al que acudió hace un año, al reclamo de un puesto de vendedor de aspiradoras. El accidente se produjo cuando −agárrense− tras varios días de extravagantes pruebas para elegir candidatos, un directivo se plantó muy correcto ante los últimos elegidos y, como quien arroja la raspa del pescado a los gatos callejeros, lanzó al aire un billete de cincuenta euros, asegurando que el puesto sería para quien lograra hacerse con él. Al afortunado, veloz en su proeza, se le descontarían de su primer sueldo. Todo fresco y dinámico, todo hilarante, al parecer.
Y sin embargo, la cosa no tuvo gracia. No hace falta mucha imaginación para intuir lo que pasó después: la estampida y el apelotonamiento, la chica golpeada en la columna, un corsé más de dos meses y secuelas en la espalda probablemente para siempre. Por lo demás, tras la poca humanidad demostrada hacia quienes acuden necesitados o incluso desesperados a buscar un empleo mediocre −no precisamente el de sus vidas− para tratar de hacer frente al paro, no sorprenderá que en la empresa nadie llamara a una ambulancia. En lo que sí se afanaron enseguida fue en hacerle un contrato temporal para evitar futuras complicaciones, y en cuanto las aguas volvieron a su cauce, la joven fue despedida a través del correo electrónico, por no haber respondido a las exigencias de productividad de un puesto que, en realidad, nunca llegó a ocupar a causa de la baja laboral. No la llamaron ni siquiera para preguntar por su salud.
Como decía, esta historia no puede considerarse extraordinaria porque, desgraciadamente, cosas así están sucediendo demasiado a menudo. Al contrario, más bien puede ilustrar los crudos tiempos que vivimos de precariedad y vileza no sólo económica sino también moral, allanado cada vez más el camino de la explotación por el poder, con la excusa de la crisis. Hoy más que nunca todo vale para obtener beneficios de la necesidad ajena. Y es sintomático que la empresa catalana, como tantas otras, para nada tuviera en cuenta la formación o la experiencia que se acredita en el curriculum, porque no buscaba al mejor comercial sino al más dispuesto a rebajarse por un salario, al que se ve abocado a tolerar la humillación para poder comer, demostrando así, desde el principio, estar dotado del necesario servilismo, del “espíritu de sacrificio” que se le pedirá más adelante, cuando ya sea parte de la plantilla. Que el trabajador empiece el primer día perdiendo la dignidad, para que nunca tenga el valor de exigir nada. Que se convierta en un talentoso vendedor sin escrúpulos, que consiga a toda costa vaciarle los bolsillos al cliente, vendiéndole lo que sea, como sea.
Ni que decir tiene que la imagen cool y desenfadada que lucen muchas de estas jóvenes empresas no es más que una máscara que no logra ocultar la verdad de siempre, que acaba aflorando en ocasiones como ésta: el rostro inhumano del capitalismo. A veces, para contrarrestar, se nos habla de esa quimera de la “ética empresarial” como objetivo de las nuevas políticas de empresa, olvidando que no hay ética posible en un sistema nacido sobre la ambición y el lucro desmedido, basado en producir y consumir más allá de las necesidades reales, en crecer ilimitadamente ante todo y contra todo, por encima de las personas, por encima de la propia vida. ¿Qué moral puede defender alguien que considera, de entrada, que los trabajadores son un “recurso” más dentro del tejido de la empresa? El añorado economista José Luis Sampedro alertaba de la urgencia de sustituir esta mentalidad mercantilista por una nueva lógica del trabajo: la productividad por la vitalidad, la competitividad por la cooperación.
Lo llamamos salvaje, siendo generosos. Tengan en cuenta que mientras nosotros hacemos lo imposible para llegar a fin de mes, ellos juegan al pañuelo con nuestras hambres.
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