Levántate, amiga mía, y ven
Hoy no queremos rosas, ni besos, ni tarjetas de felicitación. Tampoco queremos elogios y oídos regalados. Acaso la mirada cómplice de nuestros compañeros, amigos y parejas, mujeres y hombres, que se aferran a la certeza de que ser mujer trabajadora es un ejercicio diario de millones de madres, estudiantes, paradas, juristas, desahuciadas, maestras, campesinas, prostitutas, inmigrantes, maltratadas, y de todas –por desgracia una minoría- las que encuentran en activo en el mercado laboral mediante un contrato de trabajo.
Tampoco queremos ser protagonistas de ruedas de prensa, manifestaciones y actos públicos de quienes precisamente hoy se acuerdan de nosotras y, llenándose la boca en defensa de la mujer, justifican sus agendas sociales al tiempo que orquestan la mayor masacre al estado social de la democracia, no sólo contra las mujeres. Sin duda esta celebración internacional coloca al día de la mujer trabajadora en la cúspide del activismo anestesiado lanzando un mensaje que perjudica a la lucha constante por la igualdad de derechos.
Las actitudes diarias de hombres y mujeres debieran ser la llave para la igualdad y la reparación de los derechos humanos lesionados diariamente en cualquier punto del planeta. Lógicamente la conmemoración de un hito histórico como precedente de la conquista de derechos de la mujer es un acto que nos dignifica a mujeres y a hombres, pero no más allá de la memoria y de la historia. Es decir, la mujer sigue siendo titular de vejaciones, tratos desfavorables y victima del más odioso patriarcado, en todas las culturas y sociedades. ¿Cuántos ochos de marzo serían necesarios para reparar la invisibilidad de la mujer y la consecución real de la igualdad? Un día al año no solo es insuficiente, sino contrario al espíritu de justicia y equidad que como mujeres debemos secundar.
La verdadera militancia hacia la igualdad plena y efectiva entre mujeres y hombres debe desprenderse de banderas y de conmemoraciones institucionales para ponerse al servicio de la reeducación y de la recuperación del inmenso poder que la espiritualidad, tan castigada por las sociedades modernas esclavas del consumismo más demoledor, aporta al empoderamiento de la mujer y de la sociedad en general. Una tarea de hombres y mujeres sin duda. De mujeres y hombres. De todos. De Nosotras. Y también de ellos. Pero que sin embargo comienza en nuestro fuero interno, en nuestra capacidad de cuestionarnos las normas-servidumbres que desde el poder mediático interiorizamos.

Ray Caesar – Building Eden
Precisamente la mujer que declaró con fuerte convencimiento que prefería una libertad peligrosa a una servidumbre tranquila era de Velez-Málaga y se llamaba María Zambrano. La misma que el 17 de febrero de 1925, siendo apenas una adolescente sin ser la personalidad pública que más tarde llegaría a ser, escribiría a su amor Gregorio del Campo una carta protestando porque la mujer sea como “el hombre quiere que sea”. “¡Y qué pena, lo que habéis querido los hombres que sean las mujeres, lo que os ha gustado en ellas!”, explicándole que lo único que les interesa es que la mujer sea “estatua de carne, más apreciada por carne que por estatua”. Apostillando finalmente “¡Yo soy lo que me da la gana ser!…”.Y todo ello sin renunciar en ningún momento a su derecho a experimentar la naturaleza verdadera de los cambios vitales y espirituales “Yo creo estar en una etapa de gestación”, le escribe, “Algo nace en mí, o algo se transforma; y cómo hablar, cómo nombrar a lo que aún no se conoce?”.
La misma que siendo ya una exiliada e insuperable pensadora en un mundo de hombres, elegiría para su epitafio las claves que hoy resuelven nuestro conflicto: Surge amica mea et veni (Levántate, amiga mía, y ven).
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