Contra el despotismo iletrado
La frivolidad en el lenguaje (o el silencio) con que se suele tratar el drama de los recortes del Estado del Bienestar me produce una gran inquietud. Creer que estas medidas son las únicas posibles en un escenario de crisis provocada por la codicia y voracidad de las instituciones financieras y los mercados es, como mínimo, de bobos. Es como decir que no hay otra manera de gobernar y que, por más que nos pese, hemos de aceptar el exterminio gradual de las clases más desfavorecidas para redimir a los causantes de la trastada, los pecados originales de nuestros Adanes y Evas del capitalismo en su versión perversa. El gobierno actual del PP, como ya ocurrió con el anterior del PSOE, se acoge a las consignas de los mercados en vez de servir a los intereses de los ciudadanos, si bien lo que está ocurriendo en esta legislatura supera con creces cualquier despropósito anterior. «Tenemos que apretaros el cinturón», parece ser, en realidad, el mensaje que ahora nos lanzan desde sus púlpitos privilegiados. «Nosotros ya tenemos nuestras vidas, las de nuestros familiares y amigos cómodamente resueltas; ustedes sustituyan el plato de lentejas por la sopa boba».
El descrédito de la clase política —sin duda, nada bueno en una sociedad que se tenga por avanzada— ha alcanzado ahora cotas sin precedentes. Nunca se había pasado del prometo que no haremos esto al tenemos que hacerlo en tan poco tiempo y con tanta desfachatez. La mentira como herramienta desvergonzada para llegar al poder adquiere un matiz esperpéntico cuando se repasan los vídeos de los discursos del PP antes y durante la campaña electoral, e incluso en el debate de investidura de Mariano Rajoy, especialmente en lo referente a la subida de impuestos, a la subida de las tarifas energéticas o al abaratamiento del despido.
Y en medio de este drama, unos cuantos se frotan las manos. Por ejemplo, los partidarios de la inconfesable «refundación del capitalismo», que ven la ocasión para, lejos de admitir los errores de un sistema injusto y corrompido, ratificar la supremacía de las clases elitistas. Algo que pasa también por el copago sanitario, la universidad de los pudientes, las subidas de impuestos, la xenofobia, un código penal más duro y lo que queda por venir. Siempre perjudicando a los más desfavorecidos, los más desprotegidos, los que menos recursos tienen para hacerse oír. A los que pueden hacerse oír, como en el caso de los profesores o los funcionarios, se les tacha de vagos, de que ganan bien y no dan un palo al agua. Nada denota más arrogancia ni más incompetencia en un político que recurrir al escarnio hacia sectores de la ciudadanía que les resultan molestos o deslegitimar con desprecio su indignación, su protesta. Mientras, vemos cómo la justicia es cada vez más indulgente con las redes de mafiosos y los políticos corruptos, cómo las voces que resuenan contra los crímenes del franquismo son silenciadas a golpe de mazo. Y nuestra Iglesia, siniestra y apocalíptica, en vez de solidarizarse con el drama de una sociedad más pobre, más enferma y más inculta cada viernes, nos habla de sexualidad y señala a los gays y lesbianas como el cáncer de los pueblos.
El próximo 12 de mayo se celebra el aniversario del 15M, una oportunidad de salir a las calles y expresar nuestro descontento con la deriva política y económica, con los gobernantes y poderes fácticos que planifican nuestros destinos. No nos queda mucho más que las calles y la palabra para quejarnos, y es probable que alguien proponga un día de estos que se nos recorte también eso, la libertad de salir a decir lo que uno piensa. Ya se han oído críticas de voceros de la derecha contra los sindicatos y sus movilizaciones. No ya contra los representantes sindicales que, coyunturalmente, desempeñan sus cargos, sino contra la existencia de los sindicatos como elementos anacrónicos e inservibles, como si lo moderno, el progreso —lo guay, como parece destilar la simpleza de Esperanza Aguirre— fuera la esclavitud laboral, la falta de unión entre los trabajadores en defensa de sus derechos.
Mal haría esta derecha en preocuparse de rebajar el número de manifestantes por metro cuadrado o buscar un calificativo perverso para definir a tanto indignado en vez de meditar con madurez sobre la aflicción y la rabia que muchos sentimos. Hasta el menos entendido sabe que algo se ha hecho muy mal para que estemos ante una perspectiva tan oscura, y es legítimo pensar que hay que cambiar muchas cosas. Pero no precisamente por la senda que nos están marcando, la de la «refundación del capitalismo», el absolutismo de los codiciosos, la negación de las personas en beneficio de los mercados. No agachemos la cabeza, la culpa no es de los que llevan años, décadas, trabajando honradamente para mantener a sus familias. Empujarnos hacia a la pobreza, la esclavitud, la incultura y la enfermedad no solucionará nuestros problemas, sino que hará nuestra sociedad más injusta, más desigual, más selectiva en base a criterios despóticos.
Yo no quiero austeridad, quiero prosperidad. Pero en una Unión Europea necesitada de estímulos fiscales para el crecimiento, un núcleo duro insensible —aunque se tenga por expeditivo— encabezado por Alemania y los partidarios de Sarkozy en Francia demanda recortes en gasto público y medidas de presión fiscal que traen como consecuencia pérdida de poder adquisitivo, menos políticas sociales y más paro. Nuestro gobierno, cuadrado marcialmente ante los dictados de Alemania, debería saber que los planes de austeridad ya llevaron a la recesión a Grecia, Irlanda y Portugal. Hoy, España, por segunda vez en tres años, está en recesión junto con nueve países más de la UE, una recesión en la zona euro que también arrastrará a Alemania, país líder en exportación, si sus importadores no tienen dinero para comprarle, lo que pone de manifiesto la torpeza de los políticos que nos gobiernan, desde dentro y desde fuera. La austeridad puede funcionar en la economía de una familia, pero no en la de un país.
El 15M, un movimiento que trae una luz de esperanza al oscuro escenario en el que parecemos estar atrapados, tiene también sus sombras. La infinidad de propuestas que sugiere hace que se diluya el hilo de sus argumentos en detrimento de una línea sólida y concisa de asuntos más concretos. Tampoco estoy de acuerdo con ciertos discursos antipartitocráticos como solución a los problemas; en mi opinión, el problema no son los partidos políticos, sino que los políticos que los representan son de un perfil muy bajo y de una ineficacia contrastada. Además, el carácter asambleario del 15M hace difícil el consenso en los asuntos a debate. Una organización más transparente y democrática con unos líderes visibles sería de agradecer. Lo mejor, sin duda, el calado de lo que simboliza, su capacidad de movilización de la opinión ciudadana, creando una masa crítica que une a trabajadores y estudiantes, jubilados y parados, abuelos, padres y nietos, y gentes de dispares condiciones sociales.
Hay que unirse a esas voces de protesta con la esperanza de que el estrépito haga zozobrar la vanidad de los políticos, esos que se arremangan la camisa en campaña electoral para vociferar sus mentiras por las fábricas y los mercadillos, pero para quienes, ya en el poder, los ciudadanos pierden su condición humana y pasan a ser robots programables, cifras a manipular o, simplemente, un incordio; figuras errantes y anónimas que los grandes vampiros de las finanzas ven diminutas desde las ventanas de sus nobles despachos, flotando por encima, incluso, de las catedrales más altas; números negros, insignificantes a quienes explotar, masacrar por el bien de la continuidad de las clases privilegiadas, por el bien de la cruzada del dinero; millones de pobres a quienes robar cada día a la hora del café con tan sólo apretar un botón. El estrépito tiene que llegar a esos altos ventanales para que, junto a ellos, los prebostes no enciendan su puro con la misma displicencia con que habitualmente lo hacen mientras nos contemplan. Hay que hacer temblar esos cristales para recordarles que la revolución que surge de la indignación de millones de personas no puede ser ni infundada ni estéril; que su despotismo, sus crímenes, sus cabezas no estarán a salvo mientras las nuestras no hayan sido manipuladas del todo, mientras nos quede la inquebrantable capacidad de unirnos.
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