El orígen andalusí de Castilla
Hace un par de años encontré en la red un artículo titulado La Castilla granadina en la génesis de la Castilla burgalesa y del castellano, del que es autor Francisco García Duarte. Ese trabajo movió buena parte de mis visiones históricas y es por eso por lo que aprovecho un viaje académico para buscar el monasterio de San Miguel de Pedroso. Atardecía ya cuando mi tren llegó a Burgos…
La vieja Castilla nunca había sido destino de mis viajes corporales. Sin embargo, aquella tarde experimenté el alivio de llegar a un sitio conocido. De la pequeña estación salía una avenida arbolada que desembocaba en otra más amplia pero con el mismo arbolado. Como en Granada, cuando yo era niño y la avenida de Andaluces desembocaba en la de Calvo Sotelo (antes llamada de la República, antes de Alfonso XIII, ahora de la Constitución) con el mismo arbolado y el mismo pavimento de losetas pequeñas, grises y cuadradas. Es grato para el viajero reconocer en otra ciudad el pasado de la propia, pero no sólo de ahí provenía mi alivio: Burgos, el primer atardecer de la primavera, huele a merienda de infancia, a chocolate, a sobre de estampas comprado en un quiosco grande de madera, y a gacheta de harina y agua para pegarlas en un álbum.
Burgos, como su propio nombre indica, es ciudad germánica y su catedral, como la de Colonia, es un tratado hermético grabado en la piedra. Estrellas, unicornios, tigres y azores están esculpidos en los muros, en las paredes y en los rincones esperando a que alguien encuentre la clave para su lectura. Desde que leí el Tratado de la Alhambra hermética de Antonio Enrique sé que en la armónica montaña de Ger Anat, Garnata la judía, habita el gótico monoteísta e iconoclasta del sur.
Puede que las grandes obras de la arquitectura hayan sido construidas por la tierra de la que emanan. Tal vez el desierto y el Nilo hayan hecho las pirámides para recordar las praderas perdidas y los ríos subterráneos. Puede que el Guadalquivir hiciera en Córdoba el templo arriano de las mil columnas para recordar los bosques perdidos del Edén sin tener que esculpir la figura prohibida de Eva o Medea. Acaso la selva destruyera la carretera transamazónica y, al mismo tiempo, construyera el teatro de la ópera de Manao, para señalar el verdadero camino de la civilización. Y es legítimo pensar que el inundado jardín de las Hespérides sea una prueba de que los andaluces viviremos para siempre bajo el dominio del Estrecho. Pero si todo eso es así, entonces es cierto también que las tierras del Ebro y del Duero, las comarcas de los várdulos y el camino de Santiago se conjuntaron para hacer emerger la catedral gótica de Burgos, o mejor dicho, el burgo gótico de la Catedral.
La historia podría ser más o menos así: a mediados del siglo VIII, Alfonso, patriarca de la tribu de los astures pero, sobre todo, rey de los cristianos por unción de obispos, se dirigió a los muladíes de la antigua cora de Elvira y les ofreció tierras de sus dominios. Los habitantes de Elvira podrían trasladarse a las comarcas desiertas que antes habitó el extinguido clan de los várdulos. Podemos imaginar que reunidos en el templo principal de Elvira, junto a la Raja Santa, nuestros antepasados declinaron la invitación de aquel patriarca al que no consideraban rey, porque no tenía reino ni ciudades, sino montañas y acantilados, y que tampoco era cristiano porque ni entendía nuestra lengua romance aljamiada, ni el latín de nuestros monjes, y apenas farfullaba el árabe del Libro.
Pero en el año 759 cambiaron las condiciones de vida en esta comarca que hoy llamamos La Vega. Aquel año el rey engrandecido Abderramán I mandó una carta de amán a los patricios, monjes, príncipes y demás cristianos de la ciudad de Castilia y de las comarcas próximas de la cora de Elvira. A cambio de su perdón, el rey victorioso les exigía que le pagaran cada año y durante un quinquenio diez mil onzas de oro, diez mil libras de plata, diez mil cabezas de los mejores caballos y otros tantos mulos, con más de mil armaduras, mil cascos de hierro y otras tantas lanzas.
Cuentan y es de creer que el conde Eulogio se agobió por estos fuertes tributos y aceptó la oferta que antes había rechazado. Envió primero a unas monjas que, por Zaragoza, llegaron hasta los dominios de los Banu Qasi. Allí les advirtieron de que río arriba, por encima del valle de Borja, ya no encontrarían más que una tierra maldita y oscura. Les dijeron que sólo encontrarían campamentos de piedra florecida de cuando Roma nos mandó a sus legiones y ninguna ciudad ni estatua, porque donde terminaba el río de los íberos empezaba el Duero que era la frontera con ninguna parte y porque aún faltaban cuarenta años para que se fundara la ciudad de Oviedo. Pero nuestras monjas avanzaron entre tinieblas encomendándose a la Santísima Trinidad y se establecieron en un valle por donde, desde siglos, sólo pasaba el viento y en donde yacían todas las generaciones de los várdulos. Se dedicaron después a reagrupar las piedras sueltas del antiguo monasterio de San Miguel de Pedroso, sin saber que, al hacerlo, estaban fundando el reino de Castilla.
Un año después de la llegada de las monjas andalusíes a San Miguel de Pedroso, llegaron a la Bardulia los patricios de Elvira y sus deudos, el propio comes Eulogio, los presbíteros con sus crucifijos y sus representaciones de la Santísima Trinidad, los guarnicioneros y los albañiles con sus técnicas para trazar el arco de herradura y construir sin piedra. A las nuevas tierras, entre el Duero y el Ebro, llegaron así los álamos y los ajos, el nombre de Castilla y dos lenguas: un latín culto que sólo se usaba para hablar con Dios, y una lengua romance impregnada de arabismos.
En el reino de Granada, ocho siglos más tarde cuando presionados por el aislamiento, ya la habíamos sustituido por el árabe del Libro, aquella lengua romance y aljamiada volvió a las comarcas de sus orígenes. Nos la trajo un estado absoluto e incomprensible, pero venía como se la llevaron: salpicada apenas por la prosodia simple de los vizcaínos. Fue por esto por lo que se introdujo con tanta facilidad en el cofre de nuestros muertos y en la voz de nuestros poetas. Y por lo que anidó enseguida en el vientre de las tres carabelas de un genovés, surcó los caminos del mar según las cartas del rey Ismael, el nazarí, y llegó a América, donde todavía se usa para darle nombre a las cosas.
Y doce siglos después de que llegasen aquí las monjas andalusíes, sólo cinco siglos después de que mi lengua y la de aquellos condes volviera a Granada y saltara a América, aquí estoy yo, peregrino en coche, en San Miguel de Pedroso, sesenta habitantes bien contados, al norte de Burgos. Me acompañan tres nuevos amigos burgaleses a los que logré convencer en la cena post-congreso de la noche anterior: el abogado Luis Oviedo, mi colega Javier Santamaría de la Universidad de Burgos y Roberto Lozano de la Fundación Oxígeno y de Tierra Comunera –partido nacionalista castellano-leonés.
Llegamos antes de medio día y fuimos recibidos y atendidos de inmediato por las dos primeras personas que nos vieron: Antonio y Tasio. Tasio contó que había conocido el monasterio, que tenía la ventanas ojivales y era el más antiguo de Castilla. Ahora ha sido borrado de la faz de la tierra. Sobre él hay una iglesia de mala calidad, estilo Vaticano II, agrietada y fea. Por más que nos empeñamos en rastrear no se ve ni una sola construcción antigua. Nada queda. Es enorme la ferocidad de la sustitución. Consuela (de tontos es) saber que en todas partes destruyen patrimonio.
La lengua, dice Heidegger, es el cofre de los muertos. Abriremos el cofre de la lengua para que hablen los muertos. Sobre el monte más próximo se ve una encina elegante que también habla. Allí dice Tasio que dicen que hubo un alcázar. En el zócalo de la iglesia, olvidada entre piedras demasiado recientes, descubrimos una que tiene esculpida la estrella tartésica de ocho puntas. Quizá algún día sabremos si está hecha con el barro santo de Sierra Elvira.
Sólo nos queda la encina, la piedra y, sobre todo, la palabra.
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