
Foto de Tono Cano/SecretOlivo
Un 10 de mayo de 1933, en Berlín, conseguí arrancar de las botas nazis la Paz Perpetua de Kant. En Córdoba pude recuperar del fuego el Poema de Gilgamesh, justo en el momento en que fanáticos prendían una gran hoguera con los libros de la Biblioteca Califal. De Alejandría rescaté los escritos de Pitágoras, su famoso Teorema se salvó del fuego. Escondí la hermosa Hagadah de Pesah al punto de ser bombardeada la Biblioteca de Sarajevo. Tuve que memorizar el Collar de la Paloma, de mi admirado Ibn Hazm, cuando iba a ser devorado por las llamas en la plaza de Bibrambla de Granada, en el aquelarre organizado por el cardenal Cisneros.
Oculté en el lecho del Eúfrates las últimas Tablillas sumerias, segundos antes del bombardeo aliado del Archivo de Bagdad. Me bebí, uno a uno, los Rubayyat de Omar Kayyan, para volver a recitarlos, uno a uno, a los que celebraban su definitiva destrucción. Salvé el Tratado de la Tolerancia de Voltaire de la inmensa ira de los intolerantes. Frente a los dogmáticos, mantuve viva la posibilidad de imaginar otras ciudades, otro mundo, acrecentando cada una de las Ciudades Invisibles de Italo Calvino.
El incansable asedio que sufren las palabras (lugar donde se desvela la conciencia) provovó que, de manera ininterrumpida, recitase cada día cada una de las lenguas de Babel. Los libros quemados huelen siempre a desolación. Luchar contra el olvido es luchar contra el horror.
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