«Soy un andaluz triste, como Luis Cernuda» Carlos Cano
Aquella frase me la dijo hacia el año 1980 un Carlos Cano que ya iba dejando de ser un muchacho, a pesar del aire zangolotino y desvencijado. Treinta y muy pocos años tendría por entonces. Recuerdo su pelo abundante en rizos y la camisa de cuadros que, por oscura, resultaba discreta. En aquel tiempo Andalucía estaba alzada en armas de la razón por causa del referéndum autonómico.
Yo le conocía de antes, desde el año 1975 por lo menos, cuando en Cádiz saltó a cantar en el salón de actos de un colegio con aquel estremecedor susurro: Amor mío, que difícil resulta escribir estas palabras… La guitarra iba en aquellos días en una funda descuajaringada y una voz imposible arreciaba desde aquel envase humano sosote y larguirucho que se crecía entre pancartas garabateadas, espectadores barbudos y universitarias con poncho. Cantaba señorito nació serranito, cuco, graciosito, chistoso y matón su mamita le daba sopitas de bata de cola, peineta y jamón. El patio de butacas se agitaba con el baile del abejorro, se estremecía con La miseria y estallaba en gritos y en aplausos cuando Carlos variaba los versos de la Murga de los currelantes: Ya las dictaduras no están duras para estas huesuras y llega la ruptura y el personal…

Carlos Cano, 1983. Foto de Juan José Mullor
Según supe luego Carlos Cano venía de un tiempo sin dicha ni horizonte: de una desolada infancia de posguerra, bajo el aceite de ricino de la represión. Llevaba consigo el entusiasmo de la supervivencia y la imagen de los trenes que llevaban rumbo a países remotos e imposibles, en los que los andaluces no solo buscaban dinero y víveres, sino los horizontes cercanos de la esperanza.
Carlos Cano vivía como era y cantaba lo que vivía, y así lo seguiría haciendo, destilando memoria y vida en sus canciones: huelgas generales en la Granada de 1970; la memoria popular de un poeta maldito cuyo nombre permanecía bajo el silencio; la historia de una bandera; el corazón solitario de una india panameña; la gente finolis que venía del norte a bailar sevillanas o a apañar un referéndum; muertes siniestras en Almería; truchimanes a punto de llegar el pelotazo, y los tiros que se dejan oír por la parte de Belgrado y Sarajevo. Era íntimo y mundial. Era un trasunto de Andalucía, ese raro país que anda más cerca del instinto que de las banderas, cuyas raíces se hunden en siete mares y cuyas ramas se desperdigan a los cuatros vientos.
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