Espacios naturales

La supervivencia del lince

La supervivencia del lince

Los científicos y los conservacionistas saben, cuando hablan con la razón y no con el corazón, que la supervivencia del lince en la Península es una batalla de David contra Goliath, pero con final amargo. Son conscientes de que se puede retardar su extinción, y en ello se afanan con todos los medios que el conocimiento pone a su alcance, pero que será inevitable.

La evolución tiene una serie de leyes inmutables que nadie puede quebrar y una de ellas es una sentencia inapelable: aquellas especies que no se adaptan están irremediablemente condenadas a desaparecer. Y a lo largo de la historia de la vida -animal o vegetal- en la Tierra existen numerosas pruebas de ello.

Todos los animales, incluyendo a los humanos, necesitamos un espacio, un hábitat determinado para que se puedan desarrollar. Hace falta un territorio -que puede ser limitado como en el caso de los lagartos o muy amplio como ocurre con los osos pandas o con nuestro lindo gatito– y unas condiciones específicas para -una temperatura determinada, unas condiciones de biodiversidad que les permitan acceder a los nutrientes necesarios, etc- para que sobreviva.

Estas condiciones pueden ser alteradas por la propia naturaleza, las especies invasoras o, cómo no, por la acción de la mano del hombre. Por empezar por la primera, la más natural de todas, la Tierra está sometida a continuos cambios. De sobra son conocidos los periodos de glaciación o calentamiento del planeta, cataclismos naturales, ya sea en forma de terremotos, maremotos, tsunamis o meteoritos que impactan sobre su corteza.

Los efectos sobre los ecosistemas son fácilmente entendibles. Ante un cambio radical, los ecosistemas varían o desaparecen y con ellos las especies que lo habitan.

El segundo, el de las especies invasoras, puede producirse por evolución natural o por azar. Los animales y las plantas (sí, también las plantas, por aquello de que por el aire, o pegadas a otros organismos, las semillas se trasladan) están en constante movimiento. Cuando una especie invasora aparece en un ecosistema, si logra adaptarse, lo primero que hace es competir con las autóctonas por sobrevivir.

Una lucha cruenta por los nutrientes que acaba con las que están menos preparadas y que se traduce en una colonización por aniquilación. En la mente de muchos aparecerá la imagen del mejillón cebra del Ebro, que ha acabado con las especies locales o el cangrejo americano, que ha hecho lo propio con los naturales.

En tercer lugar hallamos la mano del hombre. Especie invasora por excelencia que ha demostrado gran incompatibilidad con las demás. Ya sea por placer (otro gallo cantaría a los búfalos norteamericanos si no se hubiera desatado una pasión cinegética sin sentido en las praderas donde vivían plácidamente y sin molestar), por acción indirecta (nuestras necesidades por comunicarnos, ya sea a través de las ondas o de las carreteras, está provocando que se corten por la mitad territorios naturales de expansión de otras especies) o simplemente por la acción directa (donde habito yo no puede haber animales salvajes como lobos, zorros u osos).

Ahora bien, la propia evolución del ser humano le ha dotado de la consciencia de los estragos que causa en la biodiversidad (aunque sólo sea porque ese mal puede poner en peligro a la propia especie) y de él surge un cierto sentimiento conservacionista.

Pero volvamos al lince. La acción humana es la responsable de su puesta en peligro, le ha cortocircuitado su espacio natural para desarrollarse; y este felino no ha evolucionado -seguramente no ha tenido el tiempo suficiente- para cambiar sus hábitos.

El lince, por más que lo salvaguardemos en reservas naturales, necesita un espacio para su desarrollo mucho más amplio que el que representa la propia reserva natural de Doñana, y de ello son conscientes todos los naturalistas que trabajan en su conservación.

Aun así, se ha convertido en un animal bandera, una especie que identifica a un territorio, un símbolo, y de ahí los ingentes fondos que se recaudan para que no desaparezca entre nosotros. Su esfuerzo no será en vano, ya que gracias a todo ese dinero se han podido ampliar los terrenos dedicados a la reserva y, lo que es más importante, a salvaguardar a otras especies que sí podrán sobrevivir a estas ampliaciones.

Enrique Leite
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