Teatro

Juliano, más grande que la vida

Juliano, más grande que la vida

Milai tomó el micrófono, repentinamente fuerte. Había subido al escenario arañando los restos de energía de sus 11 años recién cumplidos. Y dijo lo que todos sentían: “Te amaré para siempre”. Se giró hacia la derecha y miró al féretro. Allí dentro estaba su padre, Juliano Mer-Khamis, hijo de judía defensora de los derechos de los palestinos y de árabe israelí comunista, actor, director, impulsor del Teatro de la Libertad, un oasis de paz en el corazón de Jenín (Cisjordania).

Milai, hija de Juliano Mer-Khamis.   Foto de Carmen Rengel/secretOlivo

Horas antes un encapuchado le había descerrajado cinco tiros cuando se montaba en su coche descascarillado, su Citroën Xsara burdeos, con su bebé en brazos, otro niño sin padre, como los mellizos que espera su esposa, como esta pequeña con nombre de aldea vietnamita masacrada que ahora se frota los ojos, a ver si así entiende lo que ha pasado.

Juliano era el referente actual de la cultura palestina, 52 años dedicados al inconformismo, al sueño de cambiar las cosas. Estuvo a punto de no nacer ante la oposición de los médicos a tratar a una judía casada con un árabe; fue soldado en la Brigada Paracaidista israelí, la más dura, y aquello le costó un disgusto: el silencio de un padre palestino y el calabozo por negarse a sacar ancianos de sus casas a las tres de la mañana; recibió continuas amenazas por acometer su “intifada cultural” por encima de bandos, tradicionalismos y cerrazón religiosa. “Era un puente para superar el odio, y ahora su propio cuerpo, lacerado por un encapuchado, es un puente en sí… Su entrega le ha costado la vida”, resume el director de cine Amos Gitai, a cuyas órdenes rodó Kipur en 2000.

La gente adoraba a este hombre de físico rotundo, voz ronquísima, salvaje de puro pasional. Lo demuestran las más de 5.000 personas que lo esperan a la puerta del teatro, ahora capilla ardiente, para acompañarlo de camino al checkpoint de Jalama y, luego, al kibutz de Ramot Menashé, donde le espera la tumba de su madre, Arna. Lo arroparán cantos palestinos de duelo, una canción popular tarareada en yidish, banderas comunistas, flores por doquier… Nada de eso anheló. Sólo quería evitar el fanatismo que lleva a la sangre. Para eso, desde 2003, se afanó en recuperar el teatro que creó su madre, para evitar más casos como el de Ashraf, ese niño que un día se vistió de Romeo en su escenario y que, años después, desconectado de las tablas por las redadas israelíes, el asedio de Jenín, las artes hipnóticas de las Brigadas de los Mártires de Al Aqsa, decidió inmolarse y hacerse mártir.

En una ciudad en la que hay casi 5.000 niños con estrés post-traumático a causa de la ocupación, Juliano se atrevió a inyectarles en vena valores y fantasía. Le abrieron la cabeza de una pedrada cuando programó una versión de Alicia en el país de las maravillas, porque mezcló a niños y niñas en una misma actividad, horror a ojos de los extremos islamistas; y le quemaron las oficinas con cócteles molotov cuando montó Rebelión en la granja, qué era aquello de hacer que un chaval se vistiera de cerdo, el animal más impuro.

Esta primavera tuvo una pequeña derrota: tuvo que anular el estreno de El teniente de Inishmore, el puro absurdo de la violencia, porque unos desconocidos atacaron su coche. Iba con toda su familia y prefirió ceder. Era la culminación de unos meses de anónimos amenazantes y llamadas sin respuesta.

Su valentía quedó reflejada, especialmente, en el documental Los niños de Arna, premiado en el Festival de Cine de Tribeca, silenciado en los medios israelíes, un relato honesto y complejo de cómo el teatro, la vida, la muerte y el conflicto se entrelazan en esta tierra. Más de 2.000 menores acuden a las actividades de su teatro, aprenden a confiar en los demás, a apoyarse en los otros, a ser creativos… Pero no todos escapan de la red del radicalismo.

Juliano no los justificaba, pero los entendía, y quería contar al mundo el mecanismo que los transformaba. “Yo soy 100% palestino y 100% judío, pero políticamente soy palestino. La lucha por la liberación de los árabes es nuestra lucha como israelíes que compartimos un futuro común. Yo he elegido el lado de la justicia, no el del nacionalismo o la religión. Mi meta es lograrla”, apuntaba incansable en las entrevistas.

Sus palabras se repiten en las octavillas, impresas en inglés, árabe y hebreo, que reparten a la puerta de su capilla ardiente niños-actores de Jenín, con las capuchas de sus sudaderas alzadas, con las narices moqueantes por el llanto. Para ellos el “Tío Jule” no era ni un traidor a la patria ni un corruptor moral. Era un maestro de la vida y del entendimiento. ¿Se perderá su labor con su asesinato? Gitai ni se lo plantea: “Juliano es más fuerte que la vida. Todo lo que significa seguirá entre nosotros”.

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